miércoles, 19 de noviembre de 2014

LA ÚLTIMA PUERTA

El periodista y escritor Jeroen Brouwers, nacido en 1940 en Batavia (la India neerlandesa y actual Yakarta) publicó en 1983 un ensayo titulado De laatste deur. Over zelfmoord van schrijvers in het Nederlandstalige gebied (La última puerta. Sobre el suicidio de los escritores en lengua neerlandesa). En la exquisita obra –excelsa rareza sin parangón– Brouwers detalla los suicidios de escritores en lengua neerlandesa, desde Willem van Haren (1710–1768) que lo hizo envenenándose, hasta el flamenco Jan Emiel Daele (1942–1978) que le descerrajó cinco tiros a su mujer y la sexta bala la utilizó para quitarse él mismo la vida.

The Death of Chatterton (1856). Henry Wallis
En las más de quinientas páginas del ensayo, Brouwers traza, expone y desgrana todo cuanto puede decirse acerca del suicidio en la literatura en lengua neerlandesa, con diversos apartados en los que analiza el concepto, los términos (y eufemismos), la psiquiatría con respecto al escritor que se quita la vida, o la relación entre el suicidio y la Biblia, todo un tratado de enorme erudición salpicado de pequeñas biografías y detalles de literatos suicidas: Menno ter Braak (1902–1940), que se inyectó un sedante tras la invasión nazi de los Países Bajos; Frans Babylon (1924–1968), que se quitó la vida ahogándose diecisiete años después de que su hijo Leon también se ahogase fortuitamente; Jan Arends (1925–1974), que se arrojó desde una ventana de su casa, la quinta planta de un edificio; o el poeta y yonqui Jotie T'Hooft (1956–1977) que con veintiún años se quitó la vida con una sobredosis de cocaína (la temática de la poesía de éste último versa sin tapujos sobre la adicción a las drogas, la muerte y el suicidio) y escribió en uno de sus poemas:

El ser humano es una aguja,
buscando una vena. 

Qué duda cabe que el suicidio es la muerte más amarga y desagradable tanto para los familiares y allegados como para el propio suicida. Los factores que llevan a una persona a quitarse la vida son variados y según los especialistas evidentes: abuso de drogas o alcohol, deterioro del estatus social, trastornos de la personalidad, antecedentes familiares... En cierta ocasión leí un artículo en el que un grupo de psiquiatras exponían un estudio acerca de una población española en la que existía un altísimo número de suicidios que afectaba a familias enteras. El detalle que recuerdo bien es que aun siendo un lugar de cazadores y cada familia poseía una escopeta, todos se habían suicidado ahorcándose. Los psiquiatras establecen que todo suicida posee una serie de características como el ya citado abuso de drogas o alcohol, una conducta antisocial, un medio familiar conflictivo, alteración del sueño o una serie de enfermedades como la esquizofrenia, la depresión o el trastorno bipolar que pueden llevar a una persona a quitarse la vida... pero esto, aun siendo cierto y datos fiables, cada caso (en lo que respecta a los escritores) es todo un oscuro mundo. 

En el mundo de la música también ha habido casos de especial transcendencia, como el suicidio del líder de Nirvana Kurt Cobain (por disparo de escopeta) o Ian Curtis (Joy Division), epiléptico, adicto a diversos fármacos y con tendencias suicidas que terminó ahorcándose. Ambos músicos presentaban algunos de los factores suicidas. En Holanda, el músico, pintor y poeta Herman Brood (1946–2001) se arrojó desde la azotea del famoso Hilton Hotel de Ámsterdam (el de John Lennon y Yoko Ono). Brood reunía todos los requisitos habidos y por haber: consumidor de anfetaminas, abuso de alcohol, de speed (dos gramos por día), delirium tremens, depresión, epilepsia... pero fue un genio en todas las facetas que tocó.

Autorretrato. Herman Brood
La lista de escritores suicidas es inmensa, extensísima, y daría para varios tomos repletos de suculentos y a su vez tétricos detalles. Si el primer gran suicida de la historia de la literatura fue Séneca, el honor de ser el "primer moderno" racae en el joven poeta inglés Thomas Chatterton, que con diecisiete años se quitó la vida muy probablemente con una dosis de arsénico, si bien otras teorías apuntan a una sobredosis de opio. Al suicidio de Chatterton inmortalizado en la romántica pintura de Wallis, le siguieron eminentes y legendarios suicidas en una larga lista repleta de detalles escabrosos: Malcolm Lowry, el autor de la enigmática novela Bajo el volcán puso fin a su existencia mezclado alcohol (que siempre lo acompañó) y barbitúricos; Primo Levi nunca superó su estancia en Auschwitz, terminando con su vida al arrojarse por el hueco de las escaleras; Sylvia Plath, esposa del poeta inglés Ted Hughes, se quitó la vida asfixiándose con el gas de la estufa de su casa, si bien antes tuvo la precaución de aislar el dormitorio de sus hijos; el caso de Horacio Quiroga es uno de los más espeluznantes, ya que no sólo se suicidó él (bebiendo cianuro), también su padre se quitó la vida, su padrastro, su mujer y dos de sus hijos; Alejandra Pizarnik lo hizo tras ingerir cincuenta pastillas de seconal sódico (un barbitúrico); Georg Trakl, delicado poeta (y farmacéutico) se suicidó con una sobredosis de cocaína. Von Ficker, un amigo, afirmó de él sin reparo que era bebedor y drogadicto, si bien el hecho que pudo desencadenar su fatal fin pudo deberse al haber participado como médico en la I Guerra Mundial asistiendo sin medicinas a noventa heridos en estado grave; Virginia Woolf, diagnosticada con trastorno bipolar se arrojó al río Ouse tras ponerse el abrigo y llenar los bolsillos de piedras; David Foster Wallace, depresivo, abandonó la fenelzina (su antidepresivo) siguiendo los consejos de su médico, y en un nuevo brote de la depresión terminó ahorcándose... y la lista es interminable, y no cesará de engordarse. El que desee leer a poetas suicidas, todos bien recogiditos en un libro, puede deleitarse con uno antologado por José Luis Gallero que a mí me entusiasmo en su día: Antología de poetas suicidas (1770–1985).

Antología de poetas suicidas (1770–1985). Ed. José Luis Gallero
Existe una extraña atracción entre el escritor suicida y el lector –al menos en mi caso. Pensar en cómo alguien que es capaz de escribir páginas tan sublimes, un creador sin límites, llegado un momento ponen fin a su existencia; es una atracción similar a la que se desarrolla entre el escritor demente (pero lúcido en su arte compositivo), el maldito y aquel que recorre las páginas de una de sus obras. El ser humano es así de imprevisible y extraño... tanto, que es capaz de quitarse él mismo la vida. 

Agonizar es un arte, como todas las cosas importantes.
Sylvia Plath (1932–1963)   

No quiero ir nada más que hasta el fondo.
Alejandra Pizarnik (1936–1972)


domingo, 2 de noviembre de 2014

LA LEYENDA DEL INDOMABLE

En la figura de Dylan Thomas (Swansea, 27 de octubre de 1914 - NY, 6 de noviembre de 1953) confluyen todos los elementos necesarios para hablar de un poeta mítico: lírica sublime, dueño de una voz envolvente, y esta última no menos incisiva, ser acusado de arrastrar excesos (alcohólicos y borracheras legendarias) que bien pudo ser el motivo de su prematura muerte; todo ello sin ni tan siquiera haber alcanzado los cuarenta años de vida.

Para la nieta del poeta, Hannah Ellis, todo cuanto se ha hablado de su abuelo acerca de sus jaranas y la explotación del lado bohemio (puede que quisiera decir juerguista, tabernero, canalla nocturno) y sus fabulosas melopeas eran en muchos casos falsas o al menos exageradas; para ella, esto ha hecho que la enorme calidad literaria del poeta galés quede ensombrecida y ciertamente apocada, (yo disiento).


Nada de él ha quedado sepultado por el paso de los años, y ni mucho menos por la muerte: su herencia simbolista, el carácter elegíaco que encierra toda su obra, la oscuridad de sus versos, la perfección estilística y la innegable conexión con Eliot. Sus poemas tienen la particularidad de alcanzar mayor dimensión cuando son leídos en voz alta; acaso mejor escuchados. Se le acusa, los que no pueden imputarle nada, de ser excesivamente barroco y rimbombante. Para ellos, envidiosos, este ostentoso poema: 

Y la muerte no tendrá señorío.  
Desnudos los muertos, ellos serán uno 
con el hombre del viento y la luna del oeste;
cuando sus huesos descarnados limpios se dispersen,
astros tendrán por codo y pie;
aunque enloquezcan serán cuerdos, 
resucitarán aunque se hundan en el mar;  
aunque los amantes se pierdan quedará el amor;  
y la muerte no tendrá señorío.
(...)
 
Dylan Thomas llegó el 20 de octubre de 1953 a Nueva York, y lo hizo para morir, aunque la excusa fuese para tomar parte de un interminable tour de lecturas poéticas. Y de costa a costa, aún retumba su frase lapidaria —imposible más precisa— brotando de aquellos labios agonizantes, sus últimas palabras: "He bebido dieciocho vasos de whisky, creo que es todo un record".

Lo afirmado al comienzo en cuanto a los elementos necesarios para encasillar a un poeta en el marco de lo mítico, no significa que aquellos que carecen de alguna de ellas (en especial de las dos últimas), no puedan llegar al olimpo de los poetas excelsos. En España, la semilla Thomas germinó en los Valente y Gil de Biedma, curiosamente en los mismos que quedó plantada la raíz de T. S. Eliot.

Hace justamente una semana comenzó a celebrarse el centenario del nacimiento de Thomas, pero a los poetas, como a los santos (mucho tienen de sobrehumanos y celestiales) hay que celebrarlos en su muerte —salvo que estén vivos o como Nicanor Parra se llegue a los cien años—; es ese momento cuando cierran, como el galés, el círculo perfecto de la poesía encarcelada en toda una vida.

(...)
y leo, en una concha,
la muerte clara como campana de boya.
(...)

*Muertes y entradas. Dylan Thomas. Traducción Niall Binns y Vanesa Pérez-Sauquillo. Huerga y Fierro. Madrid, 2003.