sábado, 28 de junio de 2014

Y DIOS LE DIO LA PALABRA A WALT WHITMAN


Lo leí por vez primera con quince años y espoleado tras visionar aquella película que llevaba por título El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989), filme en donde el clímax y momento más emocionante tiene lugar al final, cuando los alumnos se encaraman sobre sus pupitres y uno a uno comienzan a recitar los famosos versos de «¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!» (dedicados a Abraham Lincoln tras su asesinato) como muestra de apoyo al profesor despedido. Lo leí en una especie de antología, de poemas seleccionados de su magna Hojas de hierba, escrita en 1855 y reelaborada y ampliada una y otra vez hasta su muerte, pero tengo que reconocer que me disgustó enormemente, antojándoseme los poemas excesivamente artificiales y forzados, así que decepcionado no reparé más en él.

Walt Whitman ©George Collins Cox
Hasta que hace unas semanas terminé de leerlo completo y sin mutilación alguna, íntegro, en la excelente edición de Francisco Alexander para Visor, y nada ha tenido que ver aquella prístina y decepcionante lectura de hace ya muchos años con esta última. Como bien afirman los especialistas en su obra, Walt Whitman (1819–1892) es el primer poeta genuinamente americano, ya que los Poe o Longfellow no son sino poesía en esencia británica compuesta en suelo americano. Whitman era descendiente de labradores ingleses por parte paterna y de duros marineros holandeses por la materna, y a pesar de ese poderoso e idílico poso europeo, ya es un escritor eminentemente americano.

Pero el último guiño a Whitman aparece en la serie Breaking Bad, en un capítulo de la quinta y última temporada titulado «Deslizándose por todo», que no es sino el título de un poema del poeta: «Gliding Over All». El personaje principal de la serie, Walter White (que curiosamente comparten iniciales: W.W.), está a punto de ser descubierto por su cuñado, el agente de la DEA Hank Schrader, cuando estando en el aseo abre Hojas de hierba y casualmente observa que tiene una dedicatoria: «Para mi otro favorito W.W.», momento en el que descubre a su cuñado.

Breaking Bad
Hojas de hierba es una obra épica que ensalza la imparable construcción de una nación en ciernes, la exaltación de una nueva tierra mediante unos versos que rezuman un misticismo de tanta simpleza como profunda e inabarcable belleza. Poseen sus poemas un marcado carácter elegíaco y religiosidad natural, como si el poeta tratase de explicar esta creación imperfecta y cruel pero indudablemente hermosa. Para el que ha vivido su infancia y adolescencia (y los mejores años de la vida) en un ambiente rural, leer a Whitman es rememorar ese pasado y sus momentos, recordar las inolvidables imágenes, los sonidos y los indescriptibles colores, los olores característicos de cada una de las estaciones y todo lo que la naturaleza encarna. Leer al poeta es un retorno al pasado, volver a la infancia y sus fragancias, el regreso a la «patria" en el sentido al que Rilke se refería: «La verdadera patria del hombre es la infancia». Y puede que en Hojas de hierba Whitman retornase a la infancia de sus antepasados, la de esos labradores ingleses y marineros holandeses que surcaban el áspero Mar del Norte en un viaje poético tamizado por el imponente y bucólico paisaje de esa nueva tierra que acogió a todos y en donde él se erigió en el prócer de los poetas norteamericanos. 


miércoles, 11 de junio de 2014

LA VIGENCIA LITERARIA Y SOCIAL DE QUEVEDO



Los clásicos jamás pasan de moda, una expresión manida, excesívamente usada, prácticamente gastada, pero una realidad. Al final siempre se acaba recurriendo a los clásicos, porque están ahí, no se han ido y no se olvidan. Cuando la actualidad se vuelve previsible y aburrida, ahí están esos autores, desde hace mucho –o desde siempre– intemporales. Algunos modernos ya alcanzan el estatus de clásico, o casi, o pronto lo harán; en cambio, otros de estos modernos son producto de las modas, y se desvanecen, o en breve así sucederá, como vaho o efímero humo.

Habrá pocos escolares o bachilleres que no conozcan si no de memoria sí que reconozcan el primer cuarteto de un archifamoso soneto que el insigne Quevedo le dedicaba a su enemigo íntimo, Góngora:

Érase un hombre a una nariz pegado, 
érase una nariz superlativa, 
érase una alquitara medio viva, 
érase un peje espada mal barbado; 

Sello emitido en el que se pone de manifiesto la relación entre Quevedo y Góngora.
Que a su vez tenía otra versión puede que más conocida y popular, que comenzaba así:

Érase un hombre a una nariz pegado, 
érase una nariz superlativa; 
érase una nariz sayón y escriba; 
érase un pez espada muy barbado;

Retrato de Quevedo, atribuido a Velázquez (o a Van der Hamen) 
Fue Quevedo ese escritor de existencia turbulenta, de vida intrigante, polémico y pendenciero, un tahúr en el sentido más amplio de la palabra y en otras ocasiones un caballero de modales refinados. Un poeta al que la libertad le fue arrebatada en varias ocasiones, que conoció la gloria y la miseria, que usó la lengua –el idioma y el órgano situado en la boca– con una precisión de cirujano, haciendo uso del lenguaje más florido... pera también el de los bajos fondos, la lengua de los maleantes, la jerigonza, que es de lo que tratan estas líneas.

En un libro inconfundible con su colorido verde-limón fosforescente, la editorial Visor acaba de publicar una serie de exquisitos y nada delicados poemas de Don Francisco de Quevedo: Poesías Picarescas: Poesías satíricas inéditas; toda una suerte de versos cargados de insultos e irreverencias, de cinismo y de sátiras que brotan de la lengua de un Quevedo mordaz y educadamente grosero. 

El libro, como catálogo de grotescos insultos, una suerte de versos escatológicos, azotador de putas –de las que ejercen la profesión y de las que no, según él– y de bujarrones, de culos y pedos, de cornamentas humanas y de suegras, en ocasiones misógino irreverente. Se abre cualquier página al azar y acude la sorpresa de versos hilarantes y escatológicos:

Pues en el tribunal de sus greguescos,
con aflojar y comprimir las arcas,
cualquier culo lo hace con dos cuescos.

O este otro:

Mostraba aquel personaje
por melena de alemán,
de zurriagazos de pijas,
desportillado el mear.   

Y este otro tampoco tiene desperdicio:

Que tiene ojo de culo es evidente,
y manojo de llaves, tu sol rojo,
y que tiene por niña en aquel ojo
atezado mojón duro y caliente.

Groseros, aunque perdonado debe ser por las ordinarieces, que merece la pena exponerlo:

Ningún coño le vio jamás arrecho.   

Misóginos sin remedio:

Sabed, vecinas,
que mujeres y gallinas
todas ponemos:
unas cuernos y otras huevos.

Sobre la ruptura matrimonial y su curiosa visión del mismo:

Dichoso es cualquier casado
que una vez queda soltero;
mas de una mujer dos veces,
es ya de la dicha extremo.

Y la figura de las suegras, a la que le suelta algunas puyas: 

Las culebras mucho saben;
mas una suegra infernal
más sabe que las culebras:
ansí lo dice el refrán.

De estos poemas mordaces resulta complejo sacar a la luz una pincelada debido a la abundancia y a la altísima calidad de los mismos. Son de esos versos que uno no puede sacar a relucir salvo frente a  amistades de la mayor cercanía e intimidad, cuartetos y tercetos a tener bajo control, y sonetos que pueden recitarse sólo cuando el dios Baco está presente y la situación se presta a ello. Queda claro que escuchando a los personajes públicos que nos toca sufrir, a políticos, a extraños seres televisivos o a los pseudopolíticos y agitadores que son aún peor que los propios políticos, con sus improperios y burdos insultos, comparándolos, nunca se ha insultado tan bien y con tanta solemnidad como en el Siglo de Oro, y Quevedo fue uno de los de lengua más afilada.