miércoles, 13 de diciembre de 2017

UN DIÁLOGO CON MERTON

El pasado mes de noviembre ha sido de recogimiento interior por un lado, y a la vez de especial y compleja intensidad por otro, también en lo que respecta a mis lecturas: he terminado varias novelas de Auster y Philip Roth (dos asignaturas pendientes); he leído las conferencias que de Borges se recogen en Siete noches, las poesías completas de Juan Luis Panero y gran parte de la poesía de Raúl Zurita; tengo pendientes un par de libros de C. S. Lewis que me han dejado dos buenos amigos y he releído el Libro de Job, por el que tengo, junto al profeta Jonás, una especial predilección. Y para terminar de enumerar mis últimas actividades, he hecho varias traducciones y he llenado mi casa de cactus (algunos con muchas pinchas) que he pasado de una a otra maceta.


Frente al fuego de una chimenea y con el frío propio de estos días he concluido la fascinante lectura de El signo de Jonás, uno de los diarios de Thomas Merton (1915-1968), monje trapense que ingresó en 1941 en la abadía de Nuestra Señora de Getsemaní (Kentucky) y permaneció entre sus muros veintisiete largos años. Fue casualmente la luz la que al dejar el libro sobre el suelo me regaló esta significativa imagen:


Las páginas del libro son un cúmulo de deliciosas impresiones de la vida austera y bucólica de un monje y su relación e íntima conversación con todo cuanto le rodeaba, y no sólo con el aspecto religioso, también con la poesía y muy especialmente con los poetas místicos (San Juan de la Cruz, Jan van Ruysbroeck...), Rilke, Blake, Eliot... así que me ha sido imposible parar de subrayar los comentarios y hermosas descripciones que realiza sobre la naturaleza y las luces del día y de la noche que este monje trapense tan bien vivó. Merton también me ha evocado al poeta romántico Guido Gezelle (1830–1899), profesor, sacerdote y uno de los padres del flamenco (como diferenciación del neerlandés) que le cantó a la muerte, a Dios y a la naturaleza. 

Pasados los momentos iniciales me embargó por completo la sensación de que no era la primera vez que leía a Merton, pero sí: era la primera vez. Transcurrido medio centenar de páginas ya me percaté del origen de esa sensación primigenia: leía a Merton pero al tiempo leía al poeta y traductor Hilario Barrero (que ganó el premio de Poesía Gastón Baquero con el curioso seudónimo de Arcipreste de Bruklin).

 

Conforme avanzaba mi lectura de Merton, más encontraba a Barrero. Las descripciones de la luz, uno en la campiña y el otro en la gran ciudad; el intimismo en ambos y una asombrosa similitud en estilo y estética desde dos mundos tan apartados entre sí pero que esconden tanto en común; la descripción de los insectos en uno y el comportamiento del ser humano en el otro, hasta que Merton cita a Dickinson y detalla las sensaciones que ésta le suscita, una poeta que es referente en Barrero y atraviesa parte de su obra: «La hermana Jacoba, de Malden, me ha enviado su libro sobre Emily Dickinson. Me siento feliz sumergiéndome en él y hallando una persona –Emily– con mis aspiraciones, aunque en diferente sentido. ¡Ah, si el buen criterio de Emily me acompañara!», dice Merton, que más tarde habla de las abejas de esta guisa: «Estoy aquí rodeado de abejas y escribiendo en este libro. Las abejas son felices y, por ello, silenciosas»; y no puedo sino recordar un poema de Dickinson que el propio Barrero tradujo así:

Para hacer una pradera 
se necesita un trébol y una abeja, 
un trébol y una abeja 
y ensueño. 
Bastará con el ensueño
si las abejas son pocas.



Ahora rescato la fabulosa serie de diarios de Barrero (que tienen lugar principalmente en Nueva York) y los comparo con el de Merton, y comienza a producirse este hermoso diálogo que halla una intensa conexión en la religiosidad de la vida:

–H. B.: Al salir de su casa la luz se ha nublado y parece que va a llover. Dicen que es tiempo de huracanes.
–T. M.: Las nubes negras comenzaron a amontonarse sobre la quebrada.
–H. B.: He vuelto a ver el cuervo sobre el edificio de enfrente. Así, reposando, parecía un bulto negro y deshuesado, sólo unas plumas que brillaban mojadas con la lluvia de la mañana.
–T. M.: Y ahora estamos en plena primavera, y aquí todo es verdor, la luz lo satura todo, los pájaros cantan, y perfuma el aire el aroma de la leña del bosquecillo de cedros que hemos quemado frente a la abadía.
–H. B.: Cae tan a plomo que la nieve es un campo de Castilla con una profundidad blanca y brillante.
–T. M.: Todo era dorado, carmesí, azafranado, y al fondo lucía un limpio azul con tonalidades de aguamarina. 
–H. B.: Por la tarde comienza a nevar. Está la casa cálida, con luz de nieve entrando por la ventana. Huele a pan cocido y a manzanilla.
–T. M.: Contemplo, sentado, los grandes copos de nieve que ya comienzan a caer alrededor de las ventanas como blancas plumas.  
–H. B.: Miro la ventana y es casi de noche y sólo son las seis y media. Una lluvia persistente cae sobre los árboles llenos de vida y la gente que vuelve del trabajo cruza deprisa la calle.
–T. M.: La escarcha ponía en los campos una blancura de acero y cada brizna de hierba parecía rígida como un alambre.

Campos de Getsemaní
¿Quién no ha soñado con sentir y estremecerse con las descripciones de Merton y Barrero? ¡Qué forma tan envidiable de sentir la vida! 

Me espera ahora el libro La montaña de los siete círculos, que mi padre está terminando de leer y me anuncia de su belleza. 

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